Seis años en una televisión tan competitiva son muchos. ¿A qué lo atribuye?
Empezó gustando mucho por ser una fórmula fresca, diferente, y hemos hecho un esfuerzo por mantenerla durante estos años. Nos hemos exigido mucho a nosotros mismos.
¿Existía hace seis años el mismo nivel de reñida competencia?
Era reñida entonces, pero ahora lo es muchísimo más al existir más canales y el mismo pastel a repartir. No es fácil acertar. Este negocio es complicado y se caen programas porque todo no puede entretener. Por eso no debemos dormirnos en los laureles.
Hay que tener unas características especiales para que un presentador se convierta en confidente de un espacio donde se mueven tanto los sentimientos y los asuntos más íntimos...
Al final se trata de ponerte en el pellejo del otro. Hay actitudes de la gente que no entiendo, pero, con el paso de los años y después ver situaciones tan distintas, antes de juzgar me lo pienso dos veces. ¿La televisión se convierte en psicólogo?
Un poco, aunque no me atrevería a decir tanto, porque respeto mucho el trabajo de los psicólogos. Y muchas veces se resuelven cosas. El programa me ha enseñado también a comprobar que no tenemos un país tan moderno como pensamos. No hemos dejado de ser machistas, y lo ves en gente joven, que es lo que más me llama la atención.
¿Humaniza hacer este trabajo?
Sí. Algo aprendes después de ver cómo es la vida de tanta gente.
¿Hay un elemento de morbo a la hora de seguir los testimonios de su programa?
Podríamos ser muy morbosos, pero huimos de él.
¿Qué le falta y qué le sobra a la televisión?
Hay cosas mejores y peores pero está siendo excesivamente criticada. Se está haciendo una sangría con la televisión que no es razonable. No entiendo por qué se ha puesto en el punto de mira.
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